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sábado, 13 de julio de 2013

Un viaje hacia Abu Simbel.

Y pude al fin caminar por aquellos pasadizos estrechos de uno de los templos más brillantes de la era egipcia, el Templo de Abu Simbel. Entre un cielo nuboso se ofrecía una especie de estampa ante mis ojos, la imponente fachada de piedra arenisca contrastaba con la arena del desierto. Afortunadamente el tiempo acompañaba y no se me ofreció ninguna oleada de calor típica de estas tierras. No obstante iba preparada por si me sorprendía una tormenta de arena e iba cargada de municiones. Al cruzar el gran portón de madera, ya carcomida por el pasar de los siglos, sentí un apretón de aire sobrecargado y una mezcla de olores agrios y amargos. Era como si aquel templo en mitad de la nada hubiese estado cerrado durante milenios y la respiración se me hacía costosa. Pero no podía echarme para atrás, pues mi mayor sueño era visitar aquel lugar y lo había dejado todo por viajar a la tierra de los faraones. Miré los muros y mis ojos no daban crédito ante tantas maravillas, relieves, jeroglíficos indescifrables y policromados de los colores más brillantes que existían, faraones, dioses, esclavos labrando las tierras de un todopoderoso, el mundo de los muertos acompañado de Anubis y Osiris, el disco solar de Amenophis Iv (el faraón andrógino), la descripción de los embalsamamientos, el arca perdida, el ank (la cruz de la vida), esposos enlazando sus manos, mujeres retocando sus cabellos, etc. En la sala hipóstila encontré una fila de descomunales pilares a modo de columnas con esculturas colosales de diferentes faraones con sus atributos correspondientes, el bastón de mando, el ank como símbolo de buena suerte e inmortalidad y el uraeus en la cabeza (prótomo de cobra). Me abracé a uno de los faraones y pude sentir la calidez que desprendía la piedra, realmente parecía que tenía vida propia y que su corazón pétreo aún latía en busca de fieles seguidores que amaran su cultura como habían hecho los antiguos egipcios anteriormente. Seguí mis pasos hacia una cámara dorada, resplandecía el oro y el tesoro del faraón, era la cámara del tesoro y el olor aún estaba más concentrado. Era una pequeña sala a manera de wünderkamen (cámara de las maravillas), en ella permanecía un gran sarcófago que ocupaba prácticamente toda la estancia. Tenía forma antropoide como todos los sarcófagos pero este era especial, lo rodeaba una gran máscara de oro con láminas de otros materiales preciosos y pintada con un azul lapislazuli. Había una inscripción en la tapa, estaba cubierta de polvo, froté con mi mano y pude leerla mejor. En ella estaban escritas estas palabras: Neb-jeperu-Ra Tut-anj-Amón. Di un grito ahogado y comencé a reír de la emoción. No podía creer lo que veían mis ojos, estaba ante la tumba de uno de los faraones más mencionados en toda la historia, estaba ante la tumba de Tutankamon, el joven faraón del Valle de los Reyes.



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