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lunes, 4 de agosto de 2014

Pasa la vida.

Estaba acostumbrada a ver a aquella mujer sentada en el mismo banco día tras día. El primer día fue como una persona más que ves por primera vez en tu vida y que queda retenida en tu pupila por unos instantes. El segundo día ya empiezas a fijarte un poco más y piensas que ayer mismo la viste. El tercer día ya te empieza a inquietar porque se encuentra siempre en el mismo lugar. Al cuarto día se convierte en tu rutina del día a día. Al quinto sabes que va a estar ahí, esperas a encontrártela porque así ha sido los demás días. Al sexto ya sonríes cuando aciertas que la vas a volver a ver a la mañana siguiente.
 Y así pasaron las semanas y yo caminaba por el mismo parque y veía a la misma mujer sentada en el mismo banco. Siempre llevaba una falda blanca. Algunas mañanas las palomas comían a su alrededor. Otras mañanas se encontraba sola, como si esperara a alguien. Notaba cierta incertidumbre en su rostro. Creo que se iba a reencontrar con alguien, ¿una amiga quizás? Era una mujer entrada en años pero no anciana. Un día hice como que se me había desabrochado el cordón de uno de mis zapatos y me senté a su lado, en su banco. Al principio tenía miedo de que me mirara con extrañeza por ser tan osada de sentarme a su lado, justo en el lado de la persona que ella esperaba a diario y que nunca llegaba. Notó mi presencia pero no me miró. Siempre miraba al frente, al horizonte, como si no existieran las demás personas. Entonces me levanté y emprendí mi camino.
En casa no dejaba de pensar en quién podría ser aquella misteriosa mujer y a quién esperaría en el mismo lugar y a tal puntual hora. Sólo la lograba ver por las mañanas. Por la tarde paseaba por ese parque pero el banco estaba repleto de madres con niños. Por la noche el parque estaba cerrado. Después de un mes observando sus movimientos me percaté de que aunque no me mirase ella también reconocía mis movimientos, mis idas y venidas matutinas. A veces creía notar su mirada cuando ya estaba de espaldas. Tuvo que pasar un mes y medio para armarme de valor y sentarme de nuevo a su lado pero esta vez para preguntarle a quién esperaba y quién era ella.

Como cada mañana me desperté, me vestí rápidamente y ni siquiera desayuné. Era ahora o nunca y no podía perder ni un segundo más. Crucé el parque y allí estaba ella sentada. Me paré en frente de ella y esta vez me miró. Me dio los buenos días sin esperarlo y me sonrió. Hasta se atrevió a darme una regañina ya que estaba vez había llegado unos minutos más tarde. Me excusé diciendo que había tardado el autobús. Le pregunté si podía sentarme a su lado y asintió con la cabeza. Le confesé mis intrigas y ella no dejaba de sonreír pero notaba cierta nostalgia en su mirada. Se tomó su tiempo y me respondió con una frase que marco un antes y un después en mi vida. ‘’Hija mía no espero a nadie en particular. Desde hace un año me siento en este banco para ver pasar la vida. Veo pasar a los jóvenes como tú, tan alocados y con tantas prisas que no se detienen ni un minuto a mirar la estampa que yo contemplo. Alguna vez tendrás mi edad y reflexionarás estas palabras. Alguna vez podrás ver pasar la vida y te darás cuenta de lo que te perdiste en su día por no saber valorar lo maravilloso que es contemplar esta estampa’’. Me quedé atónita con sus palabras y me disculpé por tener que irme tan pronto pero debía ir a clases. A la mañana siguiente la mujer ya no estaba. Efectivamente, había visto pasar la vida y qué fugaz había sido.


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