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domingo, 9 de marzo de 2014

El último clavo


Sólo yo puedo recordar el griterío de aquel juego de niños que habitaba en esta casa, allá por 1936. La Guerra, la famosa guerra, trajo consigo el abandono de la morada que durante tantas décadas habité y sigo habitando. Me encontraba siempre en el recibidor de la casa. Fui testigo de la plenitud de una pareja recién casada, de los dos embarazos de la dueña, de la marcha a la guerra del marido, de las borracheras nocturnas tras su vuelta, de la dictadura vivida en el pueblo, de las habladurías y cotilleos de las vecinas. Un día de primavera, doña Elvira trajo un hermoso cuadro según ella, pues yo sólo podía oír lo que hablaban pero no disponía de ojos con los cuales observar.
-Pero si es un Murillo!
-No, no, es la copia de un Murillo. Se trata de la Familia sagrada del pajarito. Lo ha pintado el chico al que se le dan tan bien los pinceles y que vive en la Calle Mayor. Su padre es el alcaide. ¿A que es precioso?
-Precisamente estaba pensando en comprar algo para decorar este recibidor que pronto se llenará de visitas cuando des a luz.
Y esas fueron las primeras palabras que escuché. Sentí cómo una cálida mano me arrancaba de la oscuridad de un bolsillo de pana, lleno de hilachones y de multitud de llaves. Sentí una presión interna, cómo me iban clavando lentamente en la pared. Mi dueño, pobre de él que se llevó un martillazo en el pulgar en el primer intento, finalmente consiguió clavarme en la pared del recibidor. Me sentía como aquel personaje que todos mencionaban y que había sufrido tanto tras ser clavado a la cruz. Aunque mis dueños hablaban de Crucificado y crucifixión. Yo me sentía  igual que aquel Cristo pero con menos dolor. Así pues, fui testigo de todo lo que ocurría en el recibidor y escuchaba de lejos lo que ocurría en el resto de la casa.

Ahora han pasado ochenta años y sigo aquí, clavado en la misma pared del recibidor. Ahora sólo escucho el murmullo de las ratas y de las piedras que lanzan los indeseables a las ventanas de mis dueños, porque aunque hayan muerto en el olvido para mi seguirán siendo mis dueños. A veces me pregunto qué habrá sido del chico de los pinceles y de los niños que corretearon tantos años por el recibidor y que sin ellos saberlos le daban vida a este pobre clavo ya oxidado. Creo que el cuadro se lo llevaron, pues ya no siento tanto peso que soportar. Ahora soy un pobre clavo oxidado, que ni siente ni padece. Anhelo el griterío de los niños y de la vida en este hogar. Anhelo a doña Elvira, al niño de los pinceles, al tal Murillo que sin conocerlo sé que fue un genio de la pintura. No sé cuánto tiempo más permaneceré en este lugar. A veces maldigo la buena mano de mi dueño al clavarme en este recibidor. Ni los vientos ni las lluvias han conseguido inclinarme, más yo sólo deseo volver a sentir la vida de este lugar.


2 comentarios:

  1. Vaya vaya... No me lo esperaba :-) Gratamente sorprendida. Quien me diría a mi que te ibas a poner en el "pellejo" de un viejo clavo oxidado ... Plas plas plas :-D

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  2. Desde el punto de vista del clavo, original perspectiva.

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