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viernes, 25 de julio de 2014

La torre de Santa Pola.

Cuenta una leyenda medieval que en aquella torre, que se vislumbra desde lo alto de la colina, era el pequeño torreón que sirvió durante siglos para combatir contra los infieles y avisar de las incursiones de los piratas.
-¿Pero abuelo ahí no era donde encerraban a la princesa?
-No querida, este no es un cuento de princesas que buscan ser rescatadas por su príncipe azul ni de princesas que son encerradas por una malvada bruja o dragón.

Esta es la historia de una cristiana que se enamoró de una aldeana mora. La aldeana se hacía llamar Pola. La cristiana no se sabe el nombre que recibía pero se dice que tenía nombre de santa. Los padres de la cristiana eran mercaderes. Viajaban de pueblo en pueblo vendiendo sus productos artesanales y la chiquilla iba con ellos. Un día paseaba cerca de esta torre cuando vio que detrás de la puerta había una sombra oscura, cuyos ojos enormes estaban clavados en su mirada. Sorprendida se acerco más y se percató de que la sombra no era una sombra, era la piel de una aldeana mora. La aldeana sonrió pícaramente y subió los escalones de la torre. La cristiana, asombrada por esos ojos brillantes y su piel oscura, la siguió hasta el último peldaño. Ya en lo alto vio a la aldeana sentada en una de las almenas. Le señaló al cielo, estaba atardeciendo. El cielo era de un tono amelocotonado y los destellos de los últimos rayos solares eran de un rojo intenso que contorneaban la figura de la aldeana. Era la mujer más hermosa que había visto nunca, pensaba la cristiana. Se acercó a ella, se sentó junto a su lado y casi por sorpresa sus manos se unieron. Ninguna hablaba, solo contemplaban el atardecer y las formas que dejaba la caída del sol en el paisaje. La aldeana la mira, la cristiana la observa con la misma incertidumbre del principio. Se acercan, cada vez más. Un paso más y puede oler el aroma con sabor a especias que desprende la aldeana. La cristiana gira su hermosa cara, sus labios entreabiertos hacen que vaya desapareciendo el sol cada vez más rápido. Y entonces, sólo entonces, a la caída del sol sus labios se entrecruzan, sin separar las manos. Ambas quedan hechizadas por el calor de los rayos, de las especias, de las almenas, de la torre. Y así fue como se forjó la llamada torre de Santa Pola.



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