Sólo yo puedo recordar el griterío de aquel juego de niños
que habitaba en esta casa, allá por 1936. La Guerra, la famosa guerra, trajo
consigo el abandono de la morada que durante tantas décadas habité y sigo
habitando. Me encontraba siempre en el recibidor de la casa. Fui testigo de la
plenitud de una pareja recién casada, de los dos embarazos de la dueña, de la
marcha a la guerra del marido, de las borracheras nocturnas tras su vuelta, de
la dictadura vivida en el pueblo, de las habladurías y cotilleos de las vecinas.
Un día de primavera, doña Elvira trajo un hermoso cuadro según ella, pues yo
sólo podía oír lo que hablaban pero no disponía de ojos con los cuales
observar.
-Pero si es un Murillo!
-No, no, es la copia de un Murillo. Se trata de la Familia sagrada del pajarito. Lo ha
pintado el chico al que se le dan tan bien los pinceles y que vive en la Calle
Mayor. Su padre es el alcaide. ¿A que es precioso?
-Precisamente estaba pensando en comprar algo para decorar
este recibidor que pronto se llenará de visitas cuando des a luz.
Y esas fueron las primeras palabras que escuché. Sentí cómo
una cálida mano me arrancaba de la oscuridad de un bolsillo de pana, lleno de
hilachones y de multitud de llaves. Sentí una presión interna, cómo me iban
clavando lentamente en la pared. Mi dueño, pobre de él que se llevó un
martillazo en el pulgar en el primer intento, finalmente consiguió clavarme en
la pared del recibidor. Me sentía como aquel personaje que todos mencionaban y que
había sufrido tanto tras ser clavado a la cruz. Aunque mis dueños hablaban de
Crucificado y crucifixión. Yo me sentía igual que aquel Cristo pero con menos dolor.
Así pues, fui testigo de todo lo que ocurría en el recibidor y escuchaba de
lejos lo que ocurría en el resto de la casa.
Ahora han pasado ochenta años y sigo aquí, clavado en la
misma pared del recibidor. Ahora sólo escucho el murmullo de las ratas y de las
piedras que lanzan los indeseables a las ventanas de mis dueños, porque aunque
hayan muerto en el olvido para mi seguirán siendo mis dueños. A veces me
pregunto qué habrá sido del chico de los pinceles y de los niños que
corretearon tantos años por el recibidor y que sin ellos saberlos le daban vida
a este pobre clavo ya oxidado. Creo que el cuadro se lo llevaron, pues ya no
siento tanto peso que soportar. Ahora soy un pobre clavo oxidado, que ni siente
ni padece. Anhelo el griterío de los niños y de la vida en este hogar. Anhelo a
doña Elvira, al niño de los pinceles, al tal Murillo que sin conocerlo sé que fue
un genio de la pintura. No sé cuánto tiempo más permaneceré en este lugar. A
veces maldigo la buena mano de mi dueño al clavarme en este recibidor. Ni los
vientos ni las lluvias han conseguido inclinarme, más yo sólo deseo volver a sentir
la vida de este lugar.
Vaya vaya... No me lo esperaba :-) Gratamente sorprendida. Quien me diría a mi que te ibas a poner en el "pellejo" de un viejo clavo oxidado ... Plas plas plas :-D
ResponderEliminarDesde el punto de vista del clavo, original perspectiva.
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