Cuenta una leyenda medieval que en aquella torre, que se
vislumbra desde lo alto de la colina, era el pequeño torreón que sirvió durante
siglos para combatir contra los infieles y avisar de las incursiones de los
piratas.
-¿Pero abuelo ahí no era donde encerraban a la princesa?
-No querida, este no es un cuento de princesas que buscan
ser rescatadas por su príncipe azul ni de princesas que son encerradas por una
malvada bruja o dragón.
Esta es la historia de una cristiana que se enamoró de una
aldeana mora. La aldeana se hacía llamar Pola. La cristiana no se sabe el
nombre que recibía pero se dice que tenía nombre de santa. Los padres de la
cristiana eran mercaderes. Viajaban de pueblo en pueblo vendiendo sus productos
artesanales y la chiquilla iba con ellos. Un día paseaba cerca de esta torre
cuando vio que detrás de la puerta había una sombra oscura, cuyos ojos enormes
estaban clavados en su mirada. Sorprendida se acerco más y se percató de que la
sombra no era una sombra, era la piel de una aldeana mora. La aldeana sonrió
pícaramente y subió los escalones de la torre. La cristiana, asombrada por esos
ojos brillantes y su piel oscura, la siguió hasta el último peldaño. Ya en lo
alto vio a la aldeana sentada en una de las almenas. Le señaló al cielo, estaba
atardeciendo. El cielo era de un tono amelocotonado y los destellos de los
últimos rayos solares eran de un rojo intenso que contorneaban la figura de la
aldeana. Era la mujer más hermosa que había visto nunca, pensaba la cristiana.
Se acercó a ella, se sentó junto a su lado y casi por sorpresa sus manos se
unieron. Ninguna hablaba, solo contemplaban el atardecer y las formas que dejaba
la caída del sol en el paisaje. La aldeana la mira, la cristiana la observa con
la misma incertidumbre del principio. Se acercan, cada vez más. Un paso más y
puede oler el aroma con sabor a especias que desprende la aldeana. La cristiana
gira su hermosa cara, sus labios entreabiertos hacen que vaya desapareciendo el
sol cada vez más rápido. Y entonces, sólo entonces, a la caída del sol sus
labios se entrecruzan, sin separar las manos. Ambas quedan hechizadas por el calor
de los rayos, de las especias, de las almenas, de la torre. Y así fue como se
forjó la llamada torre de Santa Pola.